jueves, 9 de julio de 2015

BREVES: GESTORES DEL ENGAÑO | Daniel Pommers

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LITERATURA DE LA MENTIRA

Eugenio María de Hostos

Digno o indigno de su fin,
el periódico es siempre conciencia,
razón y opinión pública.
 Eugenio María de Hostos
Con el fin de orientar nuestra genética hacia una producción cultural de decoro, prepararemos un lugar común donde sea posible explorar zonas desconocidas, zonas en las cuales proliferen entendimientos sin incurrir en acosos y retóricas de la prisa o de la verborrea hispanófila; sepa, desde ahora, que escribo con el fin de otorgarle valor fijo a la arquitectura de la mentira. Entiéndalo, el salvoconducto que propongo busca monopolizar la creación de nuevas mercancías, de asimilarlas para que sean nuestras con tal de accionar contundentemente al momento de fabricar obras, de saber conducir nuestra literatura atrechando por rutas tangibles, no en el vacío. Si a la hora del quehacer cultural usted accede a la totalidad de esta artimaña, liberándose, empleándola con responsabilidad, los métodos de anclaje y resistencia ciertamente habrán funcionado. 

Volver a revisar la telaraña que proveen los textos clásicos sugiere el compromiso de presentarlos una vez más, de indagar en los circuitos que han seguido activándose gracias a la configuración que se ajusta al esqueleto de las generaciones nacientes. Uno de los universos que compartimos como humanidad es el razonamiento periodístico; aunque la mayoría de la sociedad civil se relaciona condicionadamente con los medios de comunicación, las corporaciones de difusión pública y su cualidad para moldear las redes informáticas, se mueven bajo parámetros que han sido escogidos a raíz de escrutinios que solo responden a su faena; sucede que el alcance civil sobre lo noticioso es limitado, se conserva en lugares cero pues su testimonio fue estipulado previamente por un cráneo editorial.

Las inventivas de trasferencia noticiosa en su forma radial, televisada o escrita, viajan hasta nosotros con seguridad debido a la lealtad de preservar su jerarquía; la sociedad civil no puede intervenir en dicha faena ya que la constitución de los medios sujeta al ciudadano a un valor: el definitivo espectador. Esta es la clave de la continuidad en la empresa periodística, el haberse administrado desde el inicio de manera independiente, separándose de la narrativa de lo real imponiendo un experimentar de realidades a los ciudadanos, asimismo, los espectadores se reconocen idos, a las afueras del ordenamiento mediático.  

La producción literaria también debe albergarse en lugares cero, lugares donde sea posible emular el manejo de esas relaciones disímiles que tanto operan entre los medios y la sociedad. Sabemos que el flujo mediático reproduce categorías de enajenación con el fin de manipular la opinión civil; en nuestro oficio, esto significaría reconocer que los gestores culturales son responsables de posicionarse (estratégicamente) en una cima que resulte ser inaccesible para sistemas de control que no formen parte de la arquitectura de la obra. O sea, en relación a la sociedad civil, el autor con miras a construir su reino debe reproducir el poder, desde el comienzo de la producción es signo de orden; su creación busca distanciarse y engañar los entendidos que podrían distorsionar el flujo de información con la otredad (espectador / lector); esto lo consigue entendiendo y apropiándose del orden utilizando elementos narrativos que conoce; así puede manifestarse la transmisión. Si identifica algún agente externo de inmediato es anulado; la creación excluye el imaginario del espectador. El axioma que rige la labor del gestor cultural es el proceso de crear el universo de su obra, no es perderse en la subjetividad de los lectores que lo visitarán.

Según lo dicta la fórmula en cada obra, el escritor practica diseñar circunstancias con las cuales el lector pueda sentirse a gusto aunque jamás esté presente en la página. El lector no es un valor que participe en la producción de la mercancía, desde el inicio, la faena literaria lo convierte en una entidad discapacitada, ausente, en otro representante de desigualdad: la obligación de esperar por la entrega final del autor es la mejor prueba de divergencia. Es ahí donde radica uno de los compromisos de la gestión cultural, en el hecho de aceptar que, al producir, el autor se libera de la norma de los sistemas de poder que le oprimen, desencajándose, así es portador de una maldad que resulta tan salvaje como aquella reproducida en el universo de los imperios y el orden mediático.

El autor es una especie de soldado que se reconoce estar metido en una trinchera perpetua, siempre en guerra, al escribir no huye de la monstruosa responsabilidad que le compete; entiende que crear es una manifestación totalitaria y que (dependiendo de la intención de cada creador) fallará o no dependiendo en cómo administre su función de producir literaturas que sean relevantes, de lo contrario, su narrativa solo podrá disfrazarse; será parte del diseño en la actual decadencia. En ambos casos, lo que diferencia a una criatura de la otra es su sinceridad y, que desde la arquitectura de su obra, esté o no esté dispuesto a manufacturar nuevos poderes.

Los gestores culturales son expertos ejerciendo técnicas que representan la perfección en el manejo de las facultades para entender los movimientos de la humanidad, reino que a veces cierra sus puertas a la innovación, tal vez por la modalidad de catalogar literaturas sin considerar si pueden o no inmiscuirse en la fibra social pues, según lo dictan algunos dinosaurios del mundo creativo, las mercancías isleñas que promueven la continuidad objetiva, el autor real (descartando la concepción de que el autor ha muerto y que solo es una manifestación zombi, producto de la supra subjetividad del lector cuando se confronta con el texto) no disfrutan de la estabilidad que merecen. Ese es el error de los gremios sin cabeza, olvidan que los gestores culturales escapan de la mediocridad: esto lo certifican siendo estrategas.

Cuando el autor totalitario y su obra llegan al objetivo (a los lectores), el poder y la voz del creador se administran en la psique del lector como un organismo invasor atacando las defensas, neutralizándolas, así el creador se salva de los daños que la subjetividad podría ocasionarle. El autor totalitario impone su voluntad sobre la sociedad civil siendo perito de la totalidad de su obra, sus creaciones comunican una maldad que es necesaria, pensada para apropiarse rápidamente de los laberintos que se hospedan en el lector. Esa es la majestuosidad del inventor, la empresa de lo siniestro como el acto más honesto al que puede aspirar con tal de defender la integridad de una casta de gestores dedicados a producir nuevas literaturas desde lo isleño.