Con la herida de la santa espina caminan el despierto,
el gordo, el flaco,
la serpiente,
la lucha y los disparos en la boca.
Porque ni a los chotas
ni a los Malaves’ de la vida
le incumben nuestras vacunas de la indulgencia
tampoco el humilde adiós de un rosario…
jamás —ni siquiera durante un pequeñísimo segundo— las ratas pueden yacer tranquilas o acomodadas en sarcófago de tierra o mármol.
No puede deliberarse como posible una tonta nostalgia concerniente al enemigo; pues a su fantasma, ni una vela es encendida ni es guardada cercana a nuestros recuerdos.
Debemos buscar para esa sombra el último de sus respiros, luego tumbarle los dientes y arrancarle los ojos y sin cautela escupirle; tal vez, nos toca imaginarle indefensa con los pantalones orinados y los ojos vendados antes de enfrentar su fusilamiento.
Desaparecerla, y como si nuestras agrietadas cabezas marcharan encima de la mentira y del hedor de los traidores, aplastarles… porque una vez, unas mil veces, fuimos pisoteados.
Pues horrible y sincera tristeza provocan las hermanas y los hermanos caídos: no las marionetas.
Y nuestras calles y avenidas y escuelas nunca deberán estar nombradas a la inversa; quizá los manicomios, las prisiones, los descendientes de tan violentada tiranía sean quienes reposen cómodos, insalvables; sin sospecha, bautizando con dolor y con miseria a su casta de engendros y de presuntuosos.
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