Cabeza de sirena
Copista de ti según entiende
la humillación que se le viene
encima, cuando te ataca, también
trabaja a favor de tus pensamientos
y de la tolerancia. Decide que hay trofeo para
otro árbol que no es el tuyo.
Participa en la joroba de tu continente.
Se lleva la risa.
Se come tus años.
Alza la mano y propone un hechizo
quizá dos; te mira con disimulo,
cuenta con el error de haberte
nutrido y desea que pelees con las
sombras que tienes... pero, antes
de que pidas auxilio a tus patrias
se mueve y pacta una piadosa tregua con ellas;
luego un sangriento estallido ocurre en el sol.
Así eres lapso y te alejas
como si fueses iguana sinvergüenza.
Entre estomago y rabo te aparecen los
síntomas del pez letrado, del manejo porque sí.
Buscan por ti las promesas con sus tardes
y la culpa por haber sido anfitrión en
la borrachera de tus recuerdos. Te
esperan para ir de paseo, sin
canciones ni biblias; estás, tú y
ese ombligo que cargas y que se pega al cerebro.
Aunque tu ejercito de sirenas sea tirado
en una trinchera y tengan pies y
ametralladoras para aguantar la balacera,
sus pieles conocen la tristeza de
andar sin mar -hundiendose- solo imaginan que
caracoles y lombrices han nacido de sus escamas;
son como estrellas novas, abiertamente se comen
las lenguas y sus bocas caminan
juntas hasta el hueco de tu cabeza.
Y en él, noche y día, fornican;
luego son grasientas sirenas
en estado de preñez; y acaban las
reservas de cordura que con celo
te guardabas en la carne:
“Mis sirenas tienen hambre”,
dices entumecido.
“Trataré de salir con vida”,
piensas.
“Moriré como un gusano”,
entiendes.
Y cuando la última sirena muerda
tus tripas y arranque tus ojos, entonces
tendrás sol por cabeza y un diabólico cometa vivirá en ti...
al fin de la batalla
serán uno.
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