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LITERATURA DE LA MENTIRA
Eugenio María de Hostos |
Digno
o indigno de su fin,
el
periódico es siempre conciencia,
razón
y opinión pública.
Eugenio María de Hostos
Con el fin de orientar nuestra genética hacia una producción
cultural de decoro, prepararemos un lugar común donde
sea posible explorar zonas desconocidas, zonas en las cuales proliferen entendimientos
sin incurrir en acosos y retóricas de la prisa o de la verborrea
hispanófila; sepa, desde ahora, que escribo con el fin de otorgarle valor fijo
a la arquitectura de la mentira. Entiéndalo, el salvoconducto que propongo busca
monopolizar la creación de nuevas mercancías, de asimilarlas para que sean
nuestras con tal de accionar contundentemente al momento de fabricar obras, de saber conducir nuestra literatura atrechando
por rutas tangibles, no en el vacío. Si a la hora del quehacer cultural usted
accede a la totalidad de esta artimaña, liberándose, empleándola con
responsabilidad, los métodos de anclaje y resistencia ciertamente habrán funcionado.
Volver
a revisar la telaraña que proveen los textos clásicos sugiere el compromiso de presentarlos una vez más, de
indagar en los circuitos que han seguido activándose gracias a la configuración
que se ajusta al esqueleto de las generaciones nacientes. Uno de los universos que compartimos como humanidad es el razonamiento periodístico; aunque la
mayoría de la sociedad civil se relaciona condicionadamente con los medios de
comunicación, las corporaciones de difusión pública y su cualidad para moldear las
redes informáticas, se mueven bajo parámetros que han sido escogidos a raíz de
escrutinios que solo responden a su faena; sucede que el alcance civil sobre
lo noticioso es limitado, se conserva en lugares cero pues su testimonio fue estipulado
previamente por un cráneo editorial.
Las inventivas de trasferencia noticiosa en su
forma radial, televisada o escrita, viajan hasta nosotros con seguridad debido a
la lealtad de preservar su jerarquía; la sociedad civil no puede intervenir en
dicha faena ya que la constitución de los medios sujeta al ciudadano a un valor:
el definitivo espectador. Esta es la clave de la continuidad en la empresa
periodística, el haberse administrado desde el inicio de manera independiente,
separándose de la narrativa de lo real imponiendo un experimentar de realidades a los ciudadanos, asimismo,
los espectadores se reconocen idos, a
las afueras del ordenamiento mediático.
La producción literaria también debe albergarse en
lugares cero, lugares donde sea posible emular el manejo de esas relaciones disímiles que tanto
operan entre los medios y la sociedad. Sabemos que el flujo mediático reproduce
categorías de enajenación con el fin de manipular la opinión civil; en nuestro
oficio, esto significaría reconocer que los gestores culturales son
responsables de posicionarse (estratégicamente) en una cima que resulte ser inaccesible
para sistemas de control que no formen parte de la arquitectura de la obra. O
sea, en relación a la sociedad civil, el autor con miras a construir su reino
debe reproducir el poder, desde el comienzo de la producción es signo de orden;
su creación busca distanciarse y engañar los entendidos que podrían distorsionar
el flujo de información con la otredad (espectador / lector); esto lo consigue entendiendo
y apropiándose del orden utilizando elementos narrativos que conoce; así puede
manifestarse la transmisión. Si identifica algún agente externo de inmediato es
anulado; la creación excluye el imaginario del espectador. El axioma que rige
la labor del gestor cultural es el proceso de crear el universo de su obra, no es
perderse en la subjetividad de los lectores que lo visitarán.
Según lo dicta la fórmula en cada obra, el
escritor practica diseñar circunstancias con las cuales el lector pueda sentirse a gusto aunque jamás esté presente en la
página. El lector no es un valor que participe en la producción de la mercancía,
desde el inicio, la faena literaria lo convierte
en una entidad discapacitada, ausente, en otro representante de desigualdad: la obligación de esperar por la entrega
final del autor es la mejor prueba de divergencia. Es ahí donde radica uno de
los compromisos de la gestión cultural, en el hecho de aceptar que, al
producir, el autor se libera de la norma de los sistemas de poder que le
oprimen, desencajándose, así es portador de una maldad que resulta tan salvaje como
aquella reproducida en el universo de los imperios y el orden mediático.
El autor es una especie de soldado que se reconoce estar metido en una trinchera perpetua,
siempre en guerra, al escribir no huye de la monstruosa responsabilidad que le
compete; entiende que crear es una manifestación totalitaria y que (dependiendo
de la intención de cada creador) fallará o no dependiendo en cómo administre su
función de producir literaturas que sean relevantes, de lo contrario, su
narrativa solo podrá disfrazarse; será parte del diseño en la actual decadencia. En
ambos casos, lo que diferencia a una criatura de la otra es su sinceridad y, que
desde la arquitectura de su obra, esté o no esté dispuesto a manufacturar nuevos poderes.
Los gestores culturales son expertos ejerciendo
técnicas que representan la perfección en el manejo de las facultades para
entender los movimientos de la humanidad, reino que a veces cierra sus puertas
a la innovación, tal vez por la modalidad de catalogar literaturas sin
considerar si pueden o no inmiscuirse en la fibra social pues, según lo dictan
algunos dinosaurios del mundo creativo, las mercancías isleñas que promueven la
continuidad objetiva, el autor real (descartando la concepción de que el autor
ha muerto y que solo es una manifestación zombi, producto de la supra
subjetividad del lector cuando se confronta con el texto) no disfrutan de la estabilidad
que merecen. Ese es el error de los gremios sin cabeza, olvidan que los
gestores culturales escapan de la mediocridad: esto lo certifican siendo
estrategas.
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