domingo, 22 de julio de 2012

{Buscando el café de una tarde riopedrense} por Xiomara Ayala Cartagena

Salgo por la puerta entrando a la calle,

levanto la mirada hacia el frente y

Respiro el aire,

el aire que arropa mis fosas nasales

con el peso de la humedad,

resaltando el olor,

el olor a latas de cerveza,

vacías de lamentos que montaron

la rumba en el zafacón del colmado

que no está en la esquina.

El sol está que pica y repica

en mi piel abrasada,

con aliento al mar que dejé en el fin de semana.

Salto un paso adueñándome de todo,

caminando en contra del tránsito,

riéndome de un letrero que grita “NO ENTRE”,

voy soplando en mi  cabeza una canción bien tropical.



Este cuerpo enciende

esa maquinaria del fuego que llevo por dentro

gozando con el cantar de mis botas en el suelo,

y del suelo sale una chispa

cada vez que a una suela le da por rozar,

pisadas viejas,

en un viejo pueblo,

cansado de todos los días

esperar a un superhéroe distraído con la heroína,

turista eterna y reina de las cuentas

que no se pueden cobrar.



Una corriente acelera el ritmo

de unas caderas gozosas que ríen por dentro.

Una gota de lluvia y me detengo,

la duda cae estridente sobre mi pelo,

meneo la cabeza,

me sacudo,

Respiro el vapor,

el agua que cae de los cielos

se hace humo cuando toca la carne dulce de mis labios.

Mis labios mojados por la lluvia

y luego por la lengua asomada,

relamiendo los cien recuerdos de mil bocas

que en algún momento de sed

se detuvieron a llorar su soledad.



Para la lluvia, las nubes se dispersan,

la camisa blanca que llevo puesta

se vuelve indiferente al pudor y

golpea un eco de “wet t-shirt” ,

matando el “¿qué van a pensar? ”

y borrando un “me tendré que tapar”

con un “qué me importa”.

Sigo caminando,

me desvío un poco hacia la izquierda

para esquivar el camión mal estacionado en la acera,

sin poder evitar el silbido y un “arroz que carne hay”.

La mirada se torna furiosa pero no se da la vuelta

y a media distancia levanto,

cierto dedo de la mano un poco malcriado,

disparando lo impronunciable por pronunciar.



Ya es temprana la tarde,

miro los changos alertas en el tendido eléctrico,

están esperando las sobras de un alma callejera

que mueren en la entrada de un local abandonado.

Solitaria, pasando la nota que parece eterna

y que retocará luego de pedirme una peseta.

A peseta están los cuentos

retumbando por las esquinas

llenas de historias sobreviviendo

la basura regada en muchas partes,

basura que ladra como perros abandonados

sin saber el destino que tendrán.



Estoy cerca, muy cerca,

llegando a la cafetería donde vuelan los libros

que no puedo comprar.

Empujo la puerta,

entro como Juana por su casa,

meneando la cola escondida en unos pantalones cortos,

bien cortos y que huyen del agua con jabón;

de ellos salen liberadas unas piernas

que todos miran con envidia y deseo,

soltando un cuchicheo que provoca la “atrevida” en mi.

Saco el monedero

perseguido por un “buenas… ¿cómo están?”

y por arte de magia

aparece un café con leche para llevar.

Doy media vuelta para regalar sonrisas,

algunas sinceras y otras cínicas

porque abrí los ojos que tengo en la espalda,

logrando capturar

supuestos de lujurias inagotables,

apuntando sus pelotas desorbitadas hacia abajo

pensando que me voy a despistar.



Vuelo fuera del establecimiento,

tropiezo con cualquiera y no cualquiera.

Me sorprendo de vez en vez

cuando miran a la cara y salen disculpas

interrumpidas por un bocinazo

de un conductor desesperado

por llegar a algún lugar

con el cual estuvo soñando todo el día,

en alguna oficina de esas.

Cruzo los humores de un tráfico agobiado,

me acomodo en el banquito de los sospechosos habituales,

destapo el café y lo pongo a descansar a mi lado;

saco un cigarrillo y tumbo la espalda contra la pared.

Enciendo,

Respiro humo,

humo jugando con la luz de las horas que languidecen.



La gente va desacelerando el paso,

mi ego sofocado baja revoluciones,

levanto la taza desechable

que luego de cumplir su misión,

terminará su viaje con el resto de la basura.

En ese momento pausado,

pienso en un suspiro:



“encontré la vida”.



[Escrito por Xiomara Ayala Cartagena]

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