Salgo por la puerta entrando a la calle,
levanto la mirada hacia el frente y
Respiro el aire,
el aire que arropa mis fosas nasales
con el peso de la humedad,
resaltando el olor,
el olor a latas de cerveza,
vacías de lamentos que montaron
la rumba en el zafacón del colmado
que no está en la esquina.
El sol está que pica y repica
en mi piel abrasada,
con aliento al mar que dejé en el fin de semana.
Salto un paso adueñándome de todo,
caminando en contra del tránsito,
riéndome de un letrero que grita “NO ENTRE”,
voy soplando en mi cabeza una canción bien tropical.
Este cuerpo enciende
esa maquinaria del fuego que llevo por dentro
gozando con el cantar de mis botas en el suelo,
y del suelo sale una chispa
cada vez que a una suela le da por rozar,
pisadas viejas,
en un viejo pueblo,
cansado de todos los días
esperar a un superhéroe distraído con la heroína,
turista eterna y reina de las cuentas
que no se pueden cobrar.
Una corriente acelera el ritmo
de unas caderas gozosas que ríen por dentro.
Una gota de lluvia y me detengo,
la duda cae estridente sobre mi pelo,
meneo la cabeza,
me sacudo,
Respiro el vapor,
el agua que cae de los cielos
se hace humo cuando toca la carne dulce de mis labios.
Mis labios mojados por la lluvia
y luego por la lengua asomada,
relamiendo los cien recuerdos de mil bocas
que en algún momento de sed
se detuvieron a llorar su soledad.
Para la lluvia, las nubes se dispersan,
la camisa blanca que llevo puesta
se vuelve indiferente al pudor y
golpea un eco de “wet t-shirt” ,
matando el “¿qué van a pensar? ”
y borrando un “me tendré que tapar”
con un “qué me importa”.
Sigo caminando,
me desvío un poco hacia la izquierda
para esquivar el camión mal estacionado en la acera,
sin poder evitar el silbido y un “arroz que carne hay”.
La mirada se torna furiosa pero no se da la vuelta
y a media distancia levanto,
cierto dedo de la mano un poco malcriado,
disparando lo impronunciable por pronunciar.
Ya es temprana la tarde,
miro los changos alertas en el tendido eléctrico,
están esperando las sobras de un alma callejera
que mueren en la entrada de un local abandonado.
Solitaria, pasando la nota que parece eterna
y que retocará luego de pedirme una peseta.
A peseta están los cuentos
retumbando por las esquinas
llenas de historias sobreviviendo
la basura regada en muchas partes,
basura que ladra como perros abandonados
sin saber el destino que tendrán.
Estoy cerca, muy cerca,
llegando a la cafetería donde vuelan los libros
que no puedo comprar.
Empujo la puerta,
entro como Juana por su casa,
meneando la cola escondida en unos pantalones cortos,
bien cortos y que huyen del agua con jabón;
de ellos salen liberadas unas piernas
que todos miran con envidia y deseo,
soltando un cuchicheo que provoca la “atrevida” en mi.
Saco el monedero
perseguido por un “buenas… ¿cómo están?”
y por arte de magia
aparece un café con leche para llevar.
Doy media vuelta para regalar sonrisas,
algunas sinceras y otras cínicas
porque abrí los ojos que tengo en la espalda,
logrando capturar
supuestos de lujurias inagotables,
apuntando sus pelotas desorbitadas hacia abajo
pensando que me voy a despistar.
Vuelo fuera del establecimiento,
tropiezo con cualquiera y no cualquiera.
Me sorprendo de vez en vez
cuando miran a la cara y salen disculpas
interrumpidas por un bocinazo
de un conductor desesperado
por llegar a algún lugar
con el cual estuvo soñando todo el día,
en alguna oficina de esas.
Cruzo los humores de un tráfico agobiado,
me acomodo en el banquito de los sospechosos habituales,
destapo el café y lo pongo a descansar a mi lado;
saco un cigarrillo y tumbo la espalda contra la pared.
Enciendo,
Respiro humo,
humo jugando con la luz de las horas que languidecen.
La gente va desacelerando el paso,
mi ego sofocado baja revoluciones,
levanto la taza desechable
que luego de cumplir su misión,
terminará su viaje con el resto de la basura.
En ese momento pausado,
pienso en un suspiro:
“encontré la vida”.
[Escrito por Xiomara Ayala Cartagena]
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