Howard J. Morgan, 'Annunciation, Deep House', Óleo sobre lienzo |
La chica de cortos rizos
Con genial sonrisa me mira
la chica de cortos rizos
mientras escribo estas palabras.
Allá en aquel incómodo cubículo,
rodeada de llaves y documentos
de viajeros ambulantes que
pretenden una larga estadía
en este trópico que promete un paraíso
pero no los medios para alcanzarlo,
allá, la chica de cortos rizos
enrola tabaco con la última
estirpe de una fusión entre
Grandaddy Purple y Blue Dream.
Me invita al techo de aquel viejo
edificio a catar el transporte
que la llevará a pensar en una mejor
vida lejos de las quejas
de extranjeros que han chocado con
la realidad del tercer mundo.
Tras tres intentos fallidos su Zippo enciende
la llama que comienza
la reacción química que promete
tres horas de interminable pavera.
Sus blancos dedos
se enredan con los míos
mientras me pasa el spliff,
simple acción que confirma mi sospecha
y premedita una advertencia.
El turno de hoy promete.
La Ascendencia
En la 54 de ese callejón
olvidado en el tiempo,
los mejores días de mi niñez advertí.
Recuerdo la ametralladora automática
que añoro aparezca en los escombros
del techo derribado donde descansaba
el viejo telescopio.
Recuerdo el revólver mi tía abuela
deciá “eso no sirve, es para
asustar nada más”.
Pero el presentimiento de que luego
de la vandalización de aquel
templo de mi infancia,
aquella vieja pistola
ha dado muerte a uno que otro sicario
en las parcelas del campo aledaño,
es tan real como el olor a pimientos
frescos que aun resguardo en mi memoria
cada vez que la nostalgia me invade
y decido refrescarla con una visita
a aquella caída fachada.
Allí se decía que en mi familia
sus mujeres eran de casta noble catalana,
fogosas amantes que aprendieron a
amasar pequeñas fortunas
que perdían en la lujuria
culpa de amores no correspondidos
o justificados antes los ojos de Dios.
El pueblo comentaba a espaldas
de las desgracias, recordaba mi abuela.
“Por ahí viene Miss Ramírez,
con cartera nueva y
pintalabio fresco.
Ha bajado del tren de San Juan
con paso turbio a la Berreteaga”
decían los chismosos
con caneca en mano.
A lo que mi bisabuela gritaba
sin que le titubiaran los dientes
aquella tarde de 1943:
“Antes puta que sumisa, pues
este chocho es mío y le debe
cuentas solo a Dios”.
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